El hada Fitzgerald: El Pintor de los Mundos Feéricos
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ARTE / CULTURA / MITOLOGIA / CINE / LIBROS
Hay infinidad de obras que se inspiraron en viejas leyendas, leyendas que para fines comerciales, fueron podadas de tal forma que casi no se reconocen, es el caso de Cenicienta. La verdadera historia de la Cenicienta tendría origen en Egipto, otros encuentran similitudes en un cuento persa de las Mil Noches y una noche, en el que en lugar de zapato, lo que lleva la joven en el pie es una pulsera de oro.
Hablar de Guillaume Seignac es entrar en un rincón fascinante del arte francés de finales del siglo XIX y principios del XX, donde la pintura académica todavía brillaba con fuerza, aunque las vanguardias ya rugían con ímpetu en París. Seignac fue un maestro que supo sostener, con elegancia y convicción, la tradición del clasicismo en un tiempo en que la modernidad lo desafiaba por todos lados. Su arte, cargado de gracia, sensualidad y una idealización que roza lo onírico, se convirtió en una suerte de puente entre el legado académico de la École des Beaux-Arts y el gusto popular por lo bello, lo armonioso, lo eterno. Y aunque por momentos quedó opacado por los grandes nombres de su época, hoy Seignac resurge con fuerza gracias a la frescura de sus lienzos, que parecen intactos, como si el tiempo no hubiera osado tocarlos.
William-Adolphe Bouguereau, produjo escenas tomadas de temas clásicos, mitológicos y bíblicos, centrándose principalmente en figuras femeninas: diosas, bañistas, desnudos y Madonnas. Reverenciado por la academia de París y muy admirado por su meticulosa interpretación de los tonos de piel, Bouguereau expuso regularmente en el Salón de París y tuvo un gran éxito durante su vida.
Lorenzo Bartolini fue un escultor italiano, uno de los más importantes de la época posterior a Antonio Canova. Se formó en la Academia de Bellas Artes de Florencia y practicó la escultura en mármol y en alabastro. En 1799 tuvo una estancia en París, recibiendo importantes encargos, como uno de los bajorrelieves de la Columna Vendôme, para la plaza Vendôme, que celebraba la batalla de Austerlitz, y un busto de Napoleón Bonaparte, que gustó mucho al general.
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