Desde los albores de la civilización, el Inframundo (el Hades griego o el Orco romano) ha sido el destino ineludible, el reino sombrío donde las almas de los mortales se disuelven en la eternidad. Gobernado por el frío e implacable Hades y su reina, Perséfone, era un lugar de no retorno. Entrar y, más aún, volver de él, se consideraba la hazaña definitiva, la prueba suprema de heroísmo, amor o desesperación.
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En el vasto universo de la mitología griega, pocas figuras despiertan tanto miedo y fascinación como Medusa, la mujer que alguna vez fue hermosa y que terminó convertida en un monstruo con serpientes por cabellos y una mirada capaz de petrificar hasta el más valiente de los mortales. Su historia mezcla belleza, traición, crueldad divina y un destino injusto, al punto de que todavía hoy se la recuerda como uno de los símbolos más potentes de lo femenino y lo temible.
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En el taller silencioso de Auguste Rodin, entre bloques de mármol y polvo raso, nació una idea que desafiaba las fronteras entre lo humano y lo divino. Esa idea tuvo forma: La Mano de Dios (The Hand of God), obra que no solo esculpe figuras, sino que talla la frontera misma entre la creación y lo creador, entre lo visible y lo apenas insinuado. Imagina una mano gigantesca, poderosa, emergiendo de la piedra bruta, sujetando entre sus dedos un bloque aún informe. De ese bloque surgen dos figuras entrelazadas, Adán y Eva, cuerpos nacientes, creciendo lentamente hacia la luz. No están completos aún, apenas se liberan del barro y del mármol.
Madre de los gemelos divinos Apolo y Artemisa, encarna el sufrimiento de la mujer acosada por la envidia, pero también la grandeza de quien gesta en su vientre el sol y la luna. Su historia es un canto al dolor convertido en trascendencia. Y es también el umbral que une lo humano con lo divino, lo frágil con lo eterno. Leto era hija de los titanes Ceos y Febe, una figura luminosa y a la vez discreta, cuyo destino se selló al convertirse en amante de Zeus. De esa unión nació la promesa de dos hijos divinos, pero también la cólera de Hera, la esposa del dios del trueno.
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