Hay momentos en la historia en los que el brillo del mundo parece suficiente. El sonido de los vítores, las manos que se alzan, el peso glorioso de una corona sobre la frente. Todo eso convence al hombre de que ha alcanzado lo más alto. Muchos reyes han cabalgado bajo arcos de flores, envueltos en perfumes, creyendo que la eternidad comenzaba exactamente allí, en ese instante en que el pueblo corea su nombre.

Pero lo que nadie dice es que, tras el estruendo, siempre llega un silencio. Y es en ese silencio, y no en el desfile, donde se revela la verdad sobre el poder.

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Imaginemos a uno de esos reyes. No un nombre concreto, sino una figura que resume todos los nombres: el victorioso, el invencible, el amado por el pueblo. Lo vemos avanzar entre una multitud entregada, que lanza pétalos mientras él mira hacia adelante, seguro de que no hay fuerza capaz de arrebatarle aquello que ha conquistado. Su caballo pisa firme, su capa ondea con orgullo, y su corona —esa corona— brilla como un sol artificial. Pero el rey no sabe que ese instante, aún vibrante, ya está muriendo. Que la ovación que lo envuelve es apenas un eco. Que todo lo que ahora lo exalta, un día lo olvidará.

Porque hay una ley antigua, más antigua que los reinos y que los hombres: los tronos se suceden, las estatuas se desgastan, los rostros se borran. Lo que se eleva por vanidad cae por la misma fuerza. Y no hay victoria que resista el paso del tiempo si nació del deseo de ser superior, no de ser verdadero. Los cronistas, esos escribas silenciosos, lo saben bien. Cuántos reyes vieron nacer y morir, cuántos juraron que su nombre ardería para siempre, y hoy arden apenas como cenizas en una línea perdida. La historia no destruye —desvanece—. Y ese desvanecimiento es más aterrador que la muerte.

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A lo largo de los siglos hubo, sin embargo, quienes presintieron ese abismo. Reyes diferentes. No menos poderosos, sino más sabios. Comprendieron que el aplauso es un espejismo, y que hay coronas que brillan solo mientras el sol las toca. Descubrieron que existe otra clase de grandeza, una que no se exhibe, una que no busca testigos. Algunos renunciaron a la conquista para administrar justicia. Otros, nacidos entre joyas, murieron entre enfermos. No eran menos reyes: lo eran más. Porque eligieron reinar sobre sí mismos, y no sobre los demás. Su corona no era de oro ni de laureles. Era invisible… pero eterna.

Es de esa dualidad —del rey del mundo y el rey del alma— de donde nace una de las más profundas reflexiones jamás pintadas. Sir Francis Bernard Dicksee, en el año 1900, no pintó una escena histórica. Pintó un juicio. No sobre un hombre, sino sobre todos. Su obra, The Two Crowns, no es una pintura para ver: es una pintura para ser visto por ella. Uno no se coloca frente al lienzo, sino bajo su mirada.

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La escena es sencilla, y sin embargo inmensa. Un rey entra triunfante. Sus ropajes están bordados, su armadura resplandece, su cabeza porta la corona de laureles reservada a quienes vencen. El pueblo lo aclama. Hay manos que se extienden, flores que vuelan. La euforia es total, como si todo el universo se inclinara ante su paso. Pero entonces, ocurre algo casi imperceptible. Detrás del rey, lejos del centro, entre la multitud, camina otra figura. No hay brillo en ella. Nadie la aplaude. No lleva oro… sino madera. No lleva laureles… sino espinas.

Es Cristo, llevando la cruz. Silencioso, casi oculto. No interrumpe el desfile. No compite con la escena. Solo está. Y basta su presencia para quebrar todo el sentido de la procesión. Porque mientras uno se eleva sobre los gritos del mundo, el otro desciende hacia la entrega absoluta. Mientras uno es celebrado, el otro se sacrifica. Mientras uno busca un reino, el otro entrega la vida. El choque no es violento. Es más terrible: es moral. Y quien observa, debe decidir a quién mira realmente.

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Dicksee no acusa al rey. No denuncia al poder. Él muestra algo mucho más inquietante: la elección eterna que habita en todo ser humano. No todos llevaremos coronas, ni cabalgaremos ante multitudes, pero sí enfrentaremos la misma pregunta: ¿prefieres el laurel o la espina? ¿El aplauso o el silencio? ¿La victoria o la verdad?

Y lo más profundo es esto: el rey del cuadro no ve a Cristo. No lo nota. No sabe que su desfile está siendo juzgado por una presencia invisible. Cree que avanza hacia la gloria, sin entender que tal vez está pasando junto a la verdadera. Tal vez así ocurre con nosotros. Todo aquello que creemos grande puede ser mínimo a los ojos del tiempo. Y todo aquello que parece insignificante —un acto de bondad, un sacrificio secreto, un perdón ofrecido— puede ser la única huella que permanezca.

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The Two Crowns no es una obra sobre religión. Es una obra sobre destino. No hay imperio, empresa, arte o sueño que no esté atravesado por esta misma tensión: ¿construyo para ser visto, o construyo para ser verdadero? Algunos llenan salones con aplausos y terminan vacíos. Otros mueren en el anonimato y viven para siempre en la conciencia humana.

Quizá por eso esta pintura ha trascendido más que muchos tratados. Porque no describe, interroga. No dice “esto está bien” o “esto está mal”. Dice: “Mira de nuevo.” Mira más allá del caballo, del manto, de las flores. Mira más allá del instante. Mira lo que no brilla. Mira al que camina en silencio. Porque tal vez ahí, en ese rostro cansado, esté el único rey que jamás caerá.

Hay quienes contemplan este cuadro y sienten culpa. Otros sienten alivio. Otros, un estremecimiento sin nombre. Lo cierto es que todos, de alguna manera, se reconocen. Porque todos hemos deseado alguna vez la corona visible. Todos hemos sentido el vértigo del aplauso. Pero también, en algún momento, hemos sentido el llamado silencioso de otra corona: la que no se impone, la que no exige… la que redime.

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Dicksee no pinta un final. No hay desenlace en The Two Crowns. El rey sigue cabalgando. Cristo sigue caminando. La multitud sigue celebrando. La historia sigue girando. Todo permanece suspendido. Porque el desenlace no está en el cuadro. Está en quien lo mira. Cada alma decide cuál de las dos coronas persigue.

Y esa, quizás, es la mayor grandeza del arte verdadero: no responde, despierta. No impone, revela. No te dice en quién creer. Te muestra en quién te estás convirtiendo.

LA OBRA

Las Dos Coronas (Dos Reyes)
Frank Dicksee
1900
Romanticismo
Tate Gallery, Londres
Óleo ( 231 x 183 cm)