El taller de los misterios
Corre el año 1503, y Florencia bulle con el fervor del Renacimiento. Leonardo, con sus ojos de halcón y manos de alquimista, trabaja en su taller, rodeado de discípulos como Salaì y Francesco Melzi. La Mona Lisa del Louvre, la joya suprema, reposa en un caballete, su sonrisa esquiva capturando la luz como un hechizo. Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, es la modelo, pero su rostro trasciende la carne: es un lienzo de emociones, un portal al alma humana. Leonardo, obsesionado con el sfumato, difumina los contornos, haciendo que la sonrisa se desvanezca al mirarla directamente, un juego óptico que refleja la fugacidad de la verdad.
A pocos pasos, otra tabla de madera cobra vida: la Gioconda del Prado. Un discípulo, tal vez Salaì, replica cada trazo del maestro, pero con sutiles diferencias. El paisaje toscano, con sus montañas y ríos, es más nítido, menos etéreo. La figura, idéntica en postura, carece del sfumato sublime, pero su ejecución es impecable, pintada al mismo tiempo que la original. Los infrarrojos revelan que las correcciones de Leonardo en el Louvre se repiten aquí, como si el discípulo pintara hombro con hombro con el maestro. Esta versión, hoy en el Museo del Prado, es un testimonio del taller vinciano, un eco terrenal de la perfección inalcanzable.
En un rincón, sobre un lienzo inusual, surge la Mona Lisa de Isleworth. Más joven, más luminosa, su rostro parece una Lisa de años atrás. Los defensores de esta obra, propiedad de la Mona Lisa Foundation, aseguran que fue pintada por Leonardo una década antes, hacia 1493, pero su soporte de tela y su estilo más rígido despiertan dudas. ¿Es una precuela del retrato definitivo o una copia de un discípulo audaz, como Fernando Yáñez? Las pruebas de carbono-14 datan el lienzo entre 1410 y 1455, pero no confirman la mano de Leonardo. Sin embargo, su existencia intriga, como un susurro de un pasado alternativo.
El simbolismo medieval
Leonardo, un hijo del medievo que abrazó el Renacimiento, impregnó sus Giocondas de simbolismo arcaico. La Mona Lisa del Louvre es un microcosmos: su fondo, con un paisaje sinuoso que evoca el río Arno, simboliza el flujo del tiempo y la conexión entre hombre y naturaleza. La silla pozzetto en la que se sienta, un “pozo pequeño”, sugiere un vínculo con las aguas primordiales, la vida misma. Su velo, apenas perceptible, es un guiño a la Virgen María, pero también a la diosa Isis, uniendo lo cristiano y lo pagano. La sonrisa, que mezcla alegría, temor y enigma, es un reflejo del alma humana, atrapada entre lo divino y lo terrenal.
La Gioconda del Prado, más terrenal, carece de esa mística. Su fondo, recuperado tras la restauración de 2011, revela formaciones rocosas dibujadas por Leonardo, como las del Masa rocosa de Windsor. Sin embargo, la ausencia de sfumato y la presencia de cejas definidas la hacen más humana, menos idealizada. Es como si el discípulo hubiera capturado a Lisa Gherardini en su esencia mortal, sin el halo divino que Leonardo le otorgó. Los materiales nobles, como el lapislázuli, sugieren un encargo importante, tal vez para la propia familia Giocondo.
La Mona Lisa de Isleworth, en cambio, es un enigma rebelde. Su juventud y simplicidad evocan a una Lisa antes de las cargas de la maternidad y el matrimonio. El paisaje, más plano, carece de la profundidad filosófica del Louvre, pero su postura idéntica sugiere una intención simbólica: ¿es una Lisa primigenia, un ideal de pureza? Algunos ven en ella un experimento de Leonardo, una exploración de la juventud frente a la madurez de la versión posterior. Otros, escépticos, la relegan a una copia posterior, pero su existencia desafía la narrativa lineal.
Las sombras de otras Giocondas
Más allá de estas tres, otras sombras de la Gioconda acechan en la historia. La Monna Vanna, atribuida a Salaì, muestra a una Lisa desnuda, un atrevido giro que mezcla lo sagrado y lo profano. ¿Era un estudio privado de Leonardo o una fantasía de su discípulo? Copias anónimas, como las del Hermitage o el Parlamento Italiano, replican la pose, pero carecen de la chispa vinciana. La versión de Rafael, una reinterpretación libre, y la copia Luchner en Innsbruck, también atribuida a Salaì, añaden capas al mito. Cada una, a su modo, es un reflejo distorsionado del original, como espejos en un laberinto medieval.El robo y la inmortalidad
El destino de las Giocondas se selló no solo por el genio de Leonardo, sino por un acto audaz. En 1911, Vincenzo Peruggia, un carpintero italiano, robó la Mona Lisa del Louvre, escondiéndola bajo su blusón. Su motivación, un fervor patriótico, buscaba devolverla a Italia, creyendo que Francia la había robado. El escándalo catapultó su fama: el hueco vacío en el museo atrajo multitudes, y la prensa especuló sobre la sonrisa y la modelo. Cuando fue recuperada en 1913, la Gioconda ya no era solo una pintura; era un icono.
La Gioconda del Prado, en cambio, languideció en la sombra hasta 2011, cuando su restauración reveló el paisaje oculto bajo un fondo negro añadido en el siglo XVIII. Su redescubrimiento la elevó a la categoría de joya histórica, un puente al proceso creativo de Leonardo. La Mona Lisa de Isleworth, exhibida en giras controvertidas, sigue siendo un enigma, defendida por algunos como una obra primigenia y rechazada por otros como una copia tardía.
Un legado eterno
En la penumbra del taller florentino, Leonardo no solo pintó retratos; creó enigmas. La Mona Lisa del Louvre es el alma del Renacimiento, un testamento de la búsqueda de la perfección. La Gioconda del Prado es la voz del taller, un eco de la colaboración y la maestría. La Mona Lisa de Isleworth, verdadera o no, es el susurro de lo que pudo haber sido, un desafío a la historia. Juntas, forman una trinidad vinciana, cada una con su verdad, cada una con su misterio.
Las últimas palabras de Leonardo: “He ofendido a Dios y a la humanidad, puesto que mi trabajo no ha alcanzado la calidad que debería tener”. A pesar de ser uno de los más famosos artistas del Renacimiento, Leonardo da Vinci siempre se exigía más.
Como en un retablo medieval, estas Giocondas nos invitan a mirar más allá de la superficie. Son más que retratos; son espejos del alma, laberintos de símbolos que nos recuerdan la fragilidad y la grandeza de la condición humana. Leonardo, el mago del Renacimiento, nos legó no solo una mujer sonriente, sino un enigma que, quinientos años después, sigue cautivando al mundo.
LAS OBRAS
La Gioconda
Leonardo da Vinci
Tamaño: 77 cm x 53 cm
Fecha de creación: 1503
Ubicación: Museo del Louvre
La Gioconda del Prado
Año 1503-1519
Autor Anónimo
Técnica Óleo sobre tabla de nogal
Tamaño 76,3 × 57 cm
Ubicación Museo del Prado, Madrid
Mona Lisa de Isleworth
Leonardo da Vinci
Óleo sobre lienzo
Dimensiones 84,5 cm × 64,5 cm
Ubicación Colección privada, Suiza
Monna Vanna
Copia atribuida a Salai
Creación años 1510
Ubicación Museo del Hermitage