En esa ciudad de mármol y sangre, el vino era un veneno prohibido para las mujeres, un elixir que, según las mentes severas de los patriarcas, las arrastraba al adulterio y desataba tormentas en sus vientres, capaces de arrancar la vida antes de que naciera.
Imagínate la escena: el sol se alza sobre las colinas de Roma, y un magistrado, agotado tras una mañana de juicios, cruza el umbral de su hogar. Su esposa, envuelta en una túnica blanca como la nieve, se acerca con pasos suaves, su rostro iluminado por una sonrisa tímida. Se inclina para besarlo, un roce fugaz de labios que en otro mundo sería un refugio de ternura. Pero él no sonríe. Sus ojos, fríos como el mármol del Foro, se entrecierran mientras inhala profundamente. No hay calidez en su gesto, solo alivio: el aliento de ella es puro, libre del dulzor traicionero del vino. Ella ha cumplido su papel de matrona, un pedestal de virtud que no puede tambalearse. Él asiente, un rey que ha confirmado la lealtad de su reino, y sigue su camino, dejando tras de sí el eco de un amor que nunca fue.
Esta tradición, nacida según los anales en los días de Rómulo, el lobo fundador de Roma, era más que una prueba: era un grillete invisible. El "ius osculi" no solo permitía, sino que exigía que los hombres de la familia vigilaran a sus mujeres, que las sometieran a este ritual diario de sospecha. El vino, ese néctar de Dioniso que los hombres bebían en festines bajo la luz de las antorchas, estaba vedado a ellas por decreto ancestral. Se decía que corrompía su castidad, que las volvía sombras de Eva, tentadas por el fruto prohibido. Y si el beso revelaba el delito —si el aliento llevaba el susurro del mosto—, el castigo caía como un relámpago.
La ley era implacable. Una mujer que fallaba esta prueba, esta danza macabra de labios y desconfianza, podía ser repudiada al instante, su nombre borrado del hogar como cenizas al viento. Peor aún, su marido, o en su ausencia, sus parientes, tenían el poder de encerrarla tras puertas selladas, de alzar el puño contra su carne o, en los casos más oscuros, de segar su vida sin que un tribunal alzara la voz. La palabra del tutor legal era suficiente: no había defensa, no había súplica. El castigo, sin embargo, rara vez llegaba a la muerte. Más común era el encierro, un destierro dentro de las paredes del hogar, donde la culpable vivía como un espectro, su existencia reducida a un eco de vergüenza.
Cada detalle alimentaba la sospecha. Si las llaves de la bodega tintineaban en sus manos, si sus pasos la llevaban fuera sin la sombra de un hombre a su lado, el aire se volvía denso con acusaciones mudas. El "ius osculi" no era opcional; era un deber sagrado, un escudo contra la deshonra. Los maridos más rígidos, aquellos cuyos corazones latían al ritmo de la tradición, lo practicaban con devoción al regresar del trabajo, sus labios fríos rozando los de sus esposas como un juez que dicta sentencia. Otros, tal vez más indulgentes, lo dejaban en el olvido, pero la amenaza siempre estaba allí, suspendida como una espada sobre sus cabezas.
Este derecho, sin embargo, no alcanzaba a todas. Solo las "honestae", las mujeres respetables, las esposas y madres de familias nobles, cargaban con su peso. Las "probrosae" —las “desgraciadas”, las que danzaban en tabernas, cantaban bajo las estrellas o vendían su cuerpo en las calles— vivían fuera de este círculo de hierro. Prostitutas, actrices, camareras: sus labios no eran vigilados, sus alientos no eran juzgados. Eran libres en su infamia, mientras las "honestae" temblaban bajo el yugo de la virtud. Qué ironía: la respetabilidad era una jaula, y la deshonra, un extraño refugio.
Los ecos de esta costumbre resuenan en los escritos de los historiadores tardíos de la República y los primeros del Imperio. Plinio, Valerio Máximo y otros susurran sobre su origen en los días de Rómulo, cuando Roma era aún un sueño de pastores y lobos. Se mantuvo viva, un ritual grabado en la piedra de la tradición, hasta los días de Tiberio, el emperador de rostro sombrío que gobernó desde el 14 al 37 d.C. Fue él quien, con un decreto inesperado, intentó quebrar sus cadenas. No lo movía la piedad, sino la pragmática frialdad de un gobernante: el beso diario, compartido entre esposos, padres y primos, era un río de enfermedades. El herpes, esa plaga silenciosa, se extendía como fuego en la cercanía de los labios. Tiberio buscó limitarlo, restringirlo a los casos de sospecha fundada, pero su voz se perdió en el clamor de los siglos. El "ius osculi" resistió, un vestigio de un mundo donde el honor valía más que la vida.
Imagínate a esa matrona, de pie en su atrium, el corazón latiendo como un tambor mientras su marido se acerca. Sus labios se encuentran, y ella contiene el aliento, no por amor, sino por miedo. Él se aleja, satisfecho, y ella queda sola, un pájaro enjaulado en su propia casa. O piensa en la joven sorprendida con las llaves de la bodega, su rostro pálido mientras su hermano la besa, su aliento puro pero su destino sellado por la duda. Y luego, la esposa encerrada, sus gritos ahogados por muros de piedra, su vida reducida a un susurro mientras el mundo sigue girando.