En el taller silencioso de Auguste Rodin, entre bloques de mármol y polvo raso, nació una idea que desafiaba las fronteras entre lo humano y lo divino. Esa idea tuvo forma: La Mano de Dios (The Hand of God), obra que no solo esculpe figuras, sino que talla la frontera misma entre la creación y lo creador, entre lo visible y lo apenas insinuado. Imagina una mano gigantesca, poderosa, emergiendo de la piedra bruta, sujetando entre sus dedos un bloque aún informe. De ese bloque surgen dos figuras entrelazadas, Adán y Eva, cuerpos nacientes, creciendo lentamente hacia la luz. No están completos aún, apenas se liberan del barro y del mármol.

Es como si la vida estuviese germinando ante nuestros ojos, forzando su salida de la materia original. Esa tensión, esa transición, es lo que Rodin captura: no solo lo creado, sino el acto de creación mismo.

Rodin modeló esta obra alrededor de 1898, con versiones en mármol que se terminarían después, hacia 1907. En The Hand of God, lo que más fascina no es solo la forma, sino lo que se deja sin pulir. La técnica del non finito, donde la piedra parece viva aún bajo el cincel, permite que la obra respire. Las figuras de Adán y Eva emergen, sí, pero también quedan marcadas por el acto creador que las modela: la roca rota, las huellas del cincel, las superficies ásperas son parte del relato.

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Ese contraste entre lo pulido y lo áspero es clave: la mano de Dios, monumental, protectora, parece tomar lo informe, lo caótico, y desde él dar forma al ser. Pero también recuerda al escultor. Esa misma mano que es Dios, es también la del artista. Rodin dijo alguna vez que para Dios crear significa modelar, igual que para un escultor. No hay distancia entre lo divino y lo humano en este gesto: el creador que da forma, el escultor que libera de la roca la figura dormida.

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Cuando contemplas la obra, sientes el peso de esa dualidad. Hay ternura —porque hay Adán y Eva juntos, naciendo—, hay poder —la mano inmensa—, y hay misterio: ¿qué partes están completas? ¿Cuánto le falta? Adán yace en posición fetal, Eva apoyada o estrechamente ligada; sus cuerpos suaves frente al bloque rudo que los rodea. Hay belleza en esa transición, en lo que surge, en lo que aún está por salir.

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Este relato visual también es un homenaje a Michelangelo, al modo en que sus figuras parecían atrapadas dentro del mármol, como si el arte las liberara poco a poco. Rodin admiraba esa tradición, no para copiarla, sino para dialogar con ella, para llevarla hacia un lugar donde la creación no sea solo la figura, sino el instante, el gesto, el proceso.

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La Mano de Dios se exhibe en museos como el Met en Nueva York y en colecciones como la del RISD Museum. Las dimensiones impresionan: más de noventa centímetros de altura en algunas versiones en mármol, pero su magnitud no está solo en el tamaño; está en la idea, en la resonancia que crea. Verla es enfrentarse con la pregunta de quién da forma a qué, de dónde surge la vida, de cuál es el papel del artista y de lo divino.

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Este mármol habla de Dios, pero también habla de nosotros. Nos recuerda que somos figuras que emergen de lo informe, que vivimos entre lo terminado y lo por hacer. Nos urge a ver el mundo no solo como ya creado, sino como todavía en creación.

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Porque al final, la mano que modela no es solo la de Dios: es la del escultor, la del artista, la de quien sueña. Rodin nos extiende esa mano simbólica, y nos invita a contemplar no solo la figura que surge, sino el instante en que surge.

LA OBRA

La mano de Dios
Auguste Rodin
Fecha: modelo original anterior a 1895, tallado ca. 1907
Cultura: francesa
Medio: Mármol
Dimensiones: General: 73,7 × 60,3 × 64,1 cm, 230,4 kg