Talía creció en una jaula de oro, su belleza tan deslumbrante que los sirvientes apartaban la mirada, temiendo que su luz los cegara. Su cabello caía como un río de ébano, sus ojos brillaban como esmeraldas, y su piel era tan pálida que parecía tallada en mármol. Sin embargo, su vida estaba teñida de melancolía. Las ventanas del castillo permanecían cerradas, y los espejos estaban prohibidos, pues su padre temía que la vanidad la acercara al lino. Talía, ignorante de la profecía, soñaba con el mundo exterior, con los árboles que cantaban y el sol que nunca había sentido en su rostro.
Un día, a sus diecisiete años, Talía escapó de sus guardianes. Corrió hacia una torre abandonada en los confines del castillo, un lugar polvoriento donde el tiempo parecía haberse detenido. Allí, entre sombras y telarañas, encontró una rueca antigua, oculta bajo un manto de polvo. Fascinada, tocó el huso. Una astilla de lino, fina como una aguja, se clavó en su dedo. Un grito escapó de sus labios, pero nadie lo oyó. Su cuerpo cayó al suelo, inmóvil, sus ojos abiertos en una mirada vacía. El sueño la reclamó, pero no era un sueño apacible: era una prisión de oscuridad, un abismo donde su alma gritaba sin ser escuchada.
El noble, al descubrirla, lloró hasta que sus lágrimas se secaron. Los astrólogos habían hablado de un “sueño eterno”, pero no de muerte. Incapaz de aceptar su pérdida, ordenó que Talía fuera llevada a una cámara secreta en lo profundo del castillo. Allí, la vistieron con un camisón blanco, la acostaron en un lecho de piedra y cerraron la puerta con candados de hierro. El noble murió poco después, consumido por la culpa, y el castillo fue abandonado. El tiempo devoró sus muros, pero Talía permaneció intacta, atrapada en su sueño maldito.
Años después, un rey cazador, un hombre de rostro curtido y manos manchadas de sangre, atravesó el bosque en busca de presas. Sus perros lo guiaron al castillo en ruinas, donde las enredaderas estrangulaban las piedras. Intrigado, exploró sus pasillos hasta llegar a la cámara secreta. Forzó los candados y encontró a Talía, tendida como una estatua viva. Su belleza lo paralizó. No había polvo sobre ella, ni signo de corrupción; parecía dormir plácidamente, aunque sus labios estaban entreabiertos en un rictus extraño, como si intentara hablar.
El rey, un hombre de deseos oscuros, no vio en ella una víctima, sino una posesión. La tomó entre sus brazos y, sin cuestionar su estado, la llevó a un pabellón de caza cercano. Allí, en la penumbra, abusó de su cuerpo inmóvil. No había amor en sus actos, solo una lujuria animal. Luego, satisfecho, la abandonó en el lecho de piedra y regresó a su reino, olvidándola como se olvida un trofeo roto.
Pero el destino no había terminado con Talía. Nueve meses después, aún atrapada en su sueño, dio a luz a dos niños: un varón y una niña. Los astrólogos habían hablado del Sol y la Luna, y allí estaban, nacidos de la violencia y la maldición. Los bebés, hambrientos, buscaron el pecho de su madre. Uno de ellos, en su desesperación, succionó su dedo, el mismo donde la astilla de lino la había condenado. Por un milagro o una crueldad del destino, la astilla salió, y Talía despertó.
Abrió los ojos a un mundo de horror. El castillo estaba en ruinas, el aire olía a podredumbre, y dos criaturas lloraban a su lado. Su mente, fragmentada por el sueño, no comprendía qué había sucedido. Sus manos temblaron al tocar a los niños, y un grito silencioso se formó en su garganta. No había recuerdos de su concepción, solo un vacío que la llenaba de terror. Los alimentó con lo poco que su cuerpo podía ofrecer, pero su alma estaba rota. Las sombras del castillo parecían observarla, y las voces del bosque susurraban su nombre.
El rey, meses después, regresó al pabellón por curiosidad. Encontró a Talía despierta, sosteniendo a los niños con una mirada vacía. Sorprendido, la llevó a su corte, presentándola como su esposa secreta. Su verdadera reina, una mujer de carácter feroz, sospechó de inmediato. Cuando descubrió la verdad —que Talía era una amante y los niños, bastardos—, su furia se desató. Ordenó que los pequeños fueran cocinados y servidos al rey en un banquete. Talía, aún perdida en su mente quebrada, no protestó; apenas entendía su propia existencia.
Sin embargo, el cocinero, incapaz de cometer tal atrocidad, escondió a los niños y sirvió carne de cordero en su lugar. La reina, no satisfecha, planeó un castigo final. Hizo construir una pira en el patio y arrastró a Talía hacia las llamas, acusándola de brujería. El rey, al enterarse de la verdad sobre el banquete, intervino en el último momento. Arrojó a su esposa al fuego en lugar de Talía y la vio arder mientras gritaba maldiciones.
Talía, liberada pero vacía, se convirtió en una sombra viviente. Los niños, Sol y Luna, crecieron bajo su cuidado, pero ella nunca volvió a hablar. Su belleza se marchitó, su rostro se llenó de arrugas prematuras, y sus ojos se apagaron. El reino la olvidó, y ella vagó por los bosques hasta que la muerte la reclamó, llevándola a un sueño del que no despertaría.
Siglos después, en 1870, el escultor alemán Louis Sussmann-Hellborn creó su obra maestra: La Bella Durmiente, una escultura de mármol que captura a una joven en un sueño sereno, rodeada de rosas talladas. Pero hay algo inquietante en su expresión: sus labios entreabiertos, sus manos rígidas, sugieren una lucha interna, un eco de la Talía de Basile. Se dice que Sussmann-Hellborn, un hombre fascinado por los cuentos oscuros, visitó las ruinas de un castillo en Italia donde escuchó la leyenda de una mujer maldita y sus hijos nacidos del horror. Inspirado, talló no solo la belleza de la durmiente, sino también su tormento.
En la base de la escultura, apenas visible, hay una inscripción en latín: “Somnus Aeternus, Sol et Luna Testes” (“Sueño Eterno, Sol y Luna Testigos”). Los críticos la interpretaron como una referencia poética, pero quienes conocen la historia de Talía ven en ella un homenaje a su tragedia. La obra de Sussmann-Hellborn no es solo una representación de la inocencia dormida, sino un recordatorio de que incluso en el sueño, el sufrimiento persiste. Talía, atrapada entre la vida y la muerte, vive eternamente en el mármol, su historia susurrada por las sombras que la rodean.
LA OBRA
La bella durmiente
Louis Sussmann-Hellborn
(1878)